miércoles, 3 de octubre de 2012

Ocho minutos - Claudia Cortalezzi

-->

—¡Julio! —oyó Julio desde el baño—. ¡Vení a ver, rápido!
—¿Qué pasa, Celina?
—Dale, apurate.
—¿Qué es tanto grito?
Julio entró en el comedor, vio a su hermana de espaldas. Se preguntó cómo había hecho para maniobrar la silla de ruedas entre los muebles y quedar tan cerca del televisor. Los platos sucios, apoyados en el regazo de Celina, no se movían, pero ella no paraba de agitar los brazos.
—Estás en la tele, Julio. ¡Mirá!
Julio se fijó entonces en la pantalla.
Sí, en la tele. Su cara, ancha y deforme, ocupaba la mitad superior de la imagen: las arrugas de alrededor de sus ojos, que se habían ido profundizando desde el gran cambio a esta parte, se veían aún más oscuras que en el espejo.
—¿Viste, Julio? La gente está loca: ese tipo dice que das clases de danza en el instituto de disciplinas modificadoras. Modificadoras de qué, quisiera saber. ¡Qué ocurrencia!
—Es que yo… Mirá, Celi, vos no entendés. Yo…
—Estúpidos, pensar que mi hermano, un servidor de la humanidad, limpieza y salud, es un bailarín, por favor.
—Celi…
—¡No lo puedo creer, Julio! Si mamá hubiese visto esto…
Mamá, pensó él. El único recuerdo que tenía de su mamá estaba en las fotos que Celina guardaba bajo la cama.
Desde el cambió de régimen gubernamental, cuando se sometió a los estudios médicos para el reempadronamiento, Julio había empezado a olvidar algunas cosas. Con el tiempo únicamente retenía los hechos recientes. Y de la época anterior, sólo le quedaba Celina. Celina y los recuerdos de Celina. Sin ella, él sabría de sí mismo lo que le mostraban los objetos: su documento y un certificado de trabajo con su nombre, acreditándolo como profesor de danzas moderadoras del ánimo.
—Tendrías que quejarte, Julio —seguía Celina—. Yo que vos me presento en el canal de las noticias y digo que ese “bailarín” no soy yo. Exhibirles en la cara tu recibo de sueldo de recolector de residuos.
Julio se quedó mirándola en silencio. ¿Y si su hermana era la única persona que vivía fuera del sistema? Nunca sabría él si al esconderla le había hecho un bien o un mal. Tal vez hubiera sido mejor que los funcionarios la hubiesen “borrado” como hicieron con todos los discapacitados. Pero él había actuado con egoísmo, pensando en no quedarse solo, y la había protegido. Ahora era su responsabilidad. Y si algo le sucedía a él, ella moriría de hambre, si tenía la firmeza de mantenerse adentro y no salía a la calle para que la capturasen.
Volvió la vista hacia la pantalla. Ahora se detuvo en la parte inferior:

Recordamos a los señores pobladores que la salinidad el planeta ha llegado a su punto máximo. El uso de cualquier sustancia que contenga sodio o potasio —por pequeña que sea— podrá desencadenar el tan temido caos ecológico.
hemos entrado en estado crítico
hemos entrado en estado crítico
Necesitamos de su ayuda para preservar el planeta.
hemos entrado en estado crítico

—Hombre —Celina lo agarró del brazo y lo sacudió—, ¿seguís acá? Ya sé, a cualquiera lo emocionaría verse en la tele, aunque no seas vos. Bueno, el tipo se te parece bastante.
—¿Ves el cartel en la parte de abajo de la pantalla, Celi? —Julio necesitaba probar a su hermana, convencerse a sí mismo que permanecía ajena al sistema.
—¿Qué cartel?
—Nada —dijo él. Y se agachó a besarla en la frente—. No importa. Te quiero mucho.
—Yo también, tonto. Más ahora que estás en la tele —y largó una carcajada.
Julio corrió a la ventana y miró hacia la calle. Nadie la había oído.
—Llevá los platos a la cocina, Celi, por favor.
En el televisor las noticias pasaron a otro tema, ya no hablaban de los bailarines habilitados. Julio vio a su hermana enfilar la silla hacia a la cocina.
en estado crítico, se repitió. Ya había oído él, esa misma mañana, la propaganda gubernamental. La había oído como siempre, sin prestarle atención. Los parlantes callejeros parecían aumentar el volumen a medida que pasaban los meses, y ya nadie se detenía a escucharlos. Pero las palabras se les grababan en la memoria.
Seis años atrás habían empezado aquellos comunicados, y nunca se detendrían. Día tras día advertían a la población que el exceso de salinidad bla bla bla. Pero hacía unas semanas, Julio no podía recordar desde cuándo, los comunicados insinuaban que una sola gota más de sal tendría consecuencias irreparables. Exageraban. Querían impresionarnos.
Observó a Celina: su cuerpo achicado, la silla le quedaba grande. La vio acomodar los platos, cubiertos y vasos en el lavavajillas. A pesar de su deterioro, ella no perdía la fuerza de los brazos. Parecía que toda la vitalidad que le faltaba en las piernas había pasado a los brazos. Ella se levantaba y se acostaba sin ayuda, iba al baño sola, hasta se bañaba sola.
Pobre Celi, se dijo, siempre encerrada. Si pudiera ayudarla… Se le ocurrió que tal vez podría hacer algo: ir introduciéndola de a poco en el mundo moderno.
—¿Sabés —dijo—, las dulcificadoras de agua ya ocupan hasta el último centímetro en todas las playas del planeta?
—No entiendo, ¿de qué hablás?
—Prestá atención, Celi. Lo que voy a decirte es muy importante. Los barcos de las dulcificadoras navegan sin descanso, ¿sabés? Millones de ellos recogen la sal de los océanos. Sal que luego envían a una estación espacial. Y de ahí va a otra galaxia.
—Julio, ¿vos te sentís bien?
—¿Acaso no te das cuenta, Celina? ¿Cuánto hace que cocinás sin sal?
—Es que vos no la comprás. Yo te anoto en el pedido y vos siempre te olvidás, Julio.
—Más de la mitad de la humanidad trabajaba ahora en “mantener soso el planeta”. Enterate.
—¡Basta, por favor! No sé lo qué querés decir. Me das miedo. Basta.
Unos minutos después, ella volvió a la mesa trayendo en el regazo una bandeja con dos pocillos y una azucarera.
Bebieron el café sin mirarse.
—Voy a salir —dijo él.
—Que no se te haga tarde para el trabajo. Mirá que el camión recolector pasa a buscarte a las…
Julio pensó que tal vez fuera mejor dejarla vivir en la ignorancia.
Hacía frío. Andaba poca gente por la calle. Una ráfaga lo despeinó. Él se cubrió los ojos con la palma de la mano hasta que logró ponerse a resguardo. El gobierno recomendaba a los pobladores no exponerse al viento.
Cuando la corriente amainó un poco, Julio retomó su camino. Se detuvo ante un cartel: Terapia obligatoria de la risa, leyó
Volvió a pensar en su hermana. ¿Y si ella tenía razón y él había sido antes un recolector de residuos? Por qué no. ¿Y si, así como él había cambiado de oficio, todo el mundo trabajaba ahora en algo que jamás hubiese imaginado?
Hoy estoy pensando estupideces, se dijo. Debía ser el cansancio, algunos días se cansaba mucho. La terapia obligatoria de la risa lo cansaba, lo aburría.
Subió los dos escalones que lo separaban de la puerta. Golpeó suavemente. Cuando oyó la chicharra, entró.
Cinco personas, ya ubicadas en la sala de espera, miraban atentamente el reloj digital de pared encima de la puerta del reidero, junto al indicador de períodos de terapia: los números verdes los señalaban la actividad; los rojos, los intervalos.
Había ahí un gordo, muy gordo. Julio se preguntó cómo había pasado por la puerta de entrada. También le llamó la atención una vieja centenaria; no creía haber visto nunca a una persona tan arrugada. Aunque, pensó, no debo confiar en mis recuerdos.
El reloj indicaba que faltaban dos minutos para que el grupo anterior saliera. Después entrarían ellos. Tendrían ahí sus ocho minutos diarios de risa. Más tarde se iría cada uno por su lado, a sus respectivos trabajos, y tal vez jamás volverían a cruzarse.
—Dos minutos —dijo la vieja. Parecía ansiosa, como si fuese su primera vez. O la última—. Para mí que esto es puro verso —siguió—. Para mí que dicen lo de la sal para atemorizarnos. Habría que desafiarlos, salir a la calle un día de viento y mantener los ojos abiertos hasta que las lágrimas empiecen a salir. Total, quién puede culparnos. Habría que culpar al viento en todo caso.
—Yo no probaría —dijo el gordo—. Por las dudas.
El recepcionista les hizo un ademán para que se callaran.
Sonó la chicharra de la puerta de calle. Enseguida entró una chica menuda, de pelo lacio y castaño hasta la mitad de la espalda. Llevaba un tapado entallado de color rojo y zapatos negros de taco fino. Impecable.
¡Qué linda es!, pensó Julio. Si entramos juntos al reidero, a lo mejor podría…
Pero el cupo se había completado con él. La chica entraría en el siguiente turno.
Volvió a mirarla, tratando de que los demás no lo advirtieran.
Era más linda de lo que pensaba. Me gustaría invitarla a tomar un café, se dijo.
Justo en ese momento sonó la señal: un timbre agudo que nacía en el indicador de períodos.
El grupo que había entrado a reírse ocho minutos atrás, salió.
—¿Por qué? —oyó Julio que decía la chica, mientras esperaban a que el personal de orden dejase las instalaciones limpias para ellos—. ¿Por qué son sólo ocho minutos? ¿Por qué ocho y no diez, o cinco?
El gordo avanzaba arrastrando los pies hacia la puerta del reidero, pero se detuvo y, sosteniéndose contra una columna, dijo:
—Porque la risa siempre termina en llanto, señorita. Expertos en risa realizaron un profundo estudio, convocaron especialmente a millones de personas. Dicen que a los nueve minutos, la mayoría de los humanos, deja de reírse y empieza a llorar. Por eso la terapia dura ocho minutos, para dejar un margen.
—Un margen —repitió ella.
Julio esperaba que dijera algo más, era tan suave su voz.
Pero ya se separaban, él se encaminaba a una de las cabinas del reidero.
Se ubicó en el asiento, ajustó el cinturón de seguridad y se calzó el casco.
Las imágenes empezaron a sucederse y él se rió tanto que le dolió la boca del estómago.
Pero, al sacarse el casco, notó que algo distinto había sucedido ahí adentro, como si el monstruo de su propia risa hubiese succionado una parte importante de su vida. O como si ya viniera haciéndolo y recién ahora se le manifestaba el resultado.
Debía ver a la chica. Debía aprovechar el poco tiempo que quedaba entre un turno de terapia y otro.
Salió de su cabina sin mirar a nadie, tropezó con la vieja que caminaba a paso de tortuga. Y logró acercarse a la chica.
—Soy Julio —se presentó—. Ex recolector de residuos. Actualmente trabajo como profesor de danzas moderadoras.
La chica lo miró.
Julio notó que el recepcionista había clavado los ojos en ellos. Esperaba que ella le preguntase dónde dictaba las clases de danza que, si bien no eran obligatorias como las de la risa, se sugería a la población que tomase al menos una o dos por semana, para suavizar el carácter y, una vez con sus familias, socializarse con alegría. Pero, por qué le había dicho lo de ex recolector: ella tendría una mala imagen de él, como de un idiota. Sí, un idiota.
El recepcionista se le acercó, amenazante. La chicharra de la puerta lo obligó a retornar a su sitio, detrás del escritorio.
Entraron otras dos personas a la sala de espera.
Voy a memorizar sus gestos, se dijo Julio, como para pensar en otra cosa.
Después de todo, tenía ahí una buena oportunidad de observar las caras de los otros. Podría averiguar si ocho minutos de intensa risa modificaban algo o no.
El timbre del indicador de períodos soltó un nuevo chirrido  y todos se levantaron de sus asientos. Julio siguió con la mirada a la chica de rojo hasta una de las cabinas. La puerta se cerró.
No importa, pensó, la veré a la salida. Y mucho más simpática, seguro. Después de un buen taller de risa, hasta el más serio cambiaba de humor, lo decía la propaganda callejera. Y debía de ser cierto: cuántas veces él se había despertado angustiado, triste, hasta con ganas de llorar. Pero con ocho minutos de risa, todo se dulcificaba. Para eso se habían creado las clínicas de la risa —nadie podía reírse afuera, ni en la calle ni en sus casas—, sólo en los locales habilitados, controlados por un coordinador experto. Sólo ocho minutos.
Ahora le volvía la angustia.
Intentó comentárselo al recepcionista.
—Todo lo contrario, señor…
—Julio.
—Señor Julio, ustedes… —el recepcionista buscó una hoja en su cuaderno y leyó—: “Ustedes adquieren vida a causa de la risa.”
Una vez en la calle, Julio volvió a pensar en chica de rojo.
La esperó.
La gente empezó a salir. Él quiso concentrarse en los gestos pero no pudo. Necesitaba ubicar a la chica.
Notó que todos se movían con prisa. Con una urgencia extrema, pensó. Como en las películas mudas de Chaplin. ¿De dónde le venía aquel recuerdo?
Una mujer vestida de rojo —él creyó que era ella— se llevó la mano a la garganta, como si le faltase el aire.
Segundos después, los “alumnos” de la risa, se disipaban apresuradamente. Huían de ahí sin notar la presencia de los demás.
Pero la chica no aparecía.
Entonces, él empezó a caminar, despacio, hacia su clase de danzas.
Un grupo de mujeres se había juntado en la esquina. Julio se detuvo a pocos metros, donde no pudieran verlo.
Oyó que susurraban. Se asomó un poco, todas cargaban con una caja. Él conocía aquellas cajas: cajas chisteras de magos. Las había visto en la tele. El gobierno las repartía para que las viudas se las llevasen a los muertos.
Una de las mujeres se veía muy nerviosa. Julio se acomodó para verle mejor la cara: la pobre no aguantaba la risa.
—Vamos —dijo otra—, antes de que cierren el cementerio.
El viento había calmado, pero hacía mucho frío. Julio se sintió aún más cansado que antes. Y aquella angustia de cuando salió del reidero, no disminuía. La terapia de la risa le había dejado una sensación horrible.
Pensó en la chica de rojo, se le ocurrió que estaba tan sola como él.
Mañana voy a volver a la terapia a la misma hora, decidió. Sabía que sería inútil: al día siguiente, ella haría su rutina en otro horario, y él también.
Los cambios de rutinas, una buena forma que habían encontrado los dirigentes para evitar relaciones entre desconocidos. “Si no desarrollan relaciones ocasionales, las personas mantienen sus emociones controladas”, decían. Y, desde que la población era controlada hombre a hombre, los que no tenían pareja, se casaban con primos, tíos, hasta entre hermanos. Eso sí estaba permitido. Pocos se arriesgaban a acercarse a un extraño en los talleres o en la calle. Sólo los audaces, los que no temían al escuadrón armado.
Julio necesitaba conocer a alguien, probar como era él en una relación de pareja. Porque vivir con su hermana no estaba mal, pero él necesitaba otras cosas. Cómo le gustaría compartir su cariño por Celina con alguien más. Y tener hijos, darle a Celina la alegría de ser tía.
Celina viviría encerrada en el departamento para siempre. Para siempre. Él era el responsable de su encierro. ¿Por qué la había dejado así? Pero si yo no podía hacer otra cosa, se justificó. Si la hubiese acercado al programa de reempadronamiento, la habrían… Le ardieron los ojos. No. Dios mío, no, pensó. No debía llorar, las lágrimas contienen sodio y potasio.
Hizo una mueca de risa, que ocultó tras la solapa del saco.
Miró a su alrededor. Se dio cuenta de que no había caminado más de media cuadra desde el reidero. Giró sobre los talones, como en un paso de baile, abriendo los brazos para mantener el equilibrio, y… la vio.
La chica de rojo lo seguía.
Caminaron a la par, sin mirarse. Tampoco hablaron, los parlantes callejeros contenían micrófonos, todo el mundo lo sabía. Otra buena forma de evitar que la gente se relacionase en la calle. Pero ellos no necesitaban de las palabras.
Julio sacó del bolsillo un pequeño anotador con un lápiz colgando del espiral plástico. Campana 1054, Planta Baja G, el departamento que da a la calle, escribió. Apartó la hoja para arrancarla, pero temió que los sensores auditivos tomasen el rasguido del papel. Le entregó a ella el anotador.
Se separaron.


—Julia —dijo ella —. Me llamo Julia.
Julio no terminaba de creerlo: ella, en su departamento. Además, se llamaba igual que él. Increíble.
Julia se sacó el tapado rojo, lo apoyó en el brazo del sillón y se sentó.
—Mi hermana duerme —se apuró a decir él, dispuesto a contarle todo a Julia.
Pero ella asintió, y él pensó que tal vez era mejor no hablar se Celina.
Quería decirle algo más a Julia. Algo divertido. Que ella se hubiese expuesto para verlo lo alegraba, sí. Pero tenía un nudo en la garganta.
Julia parecía darse cuenta. O sería que sentía lo mismo que él. De golpe la vio fruncir los labios, los ojos se le volvían brillosos.
—No vayas a llorar —le dijo.
Se acercaron y se abrazaron y se besaron en silencio. La vio taparse la cara sonriente con la mano, desparramar el maquillaje.
Así, era aún más hermosa.
Volvieron a abrazarse, con familiaridad ahora. La cabeza de ella sobre su pecho, tan liviana.
Julio volvió a advertir ardor en los lagrimales. Y un hilo tibio recorrió el contorno inferior de sus ojos, bajó por los suecos de las arrugas y se perdió en su cuello.
Un estruendo: el escuadrón armado, irrumpiendo desde la calle, acababa de franquear la puerta de su departamento.
Julia manoteó el tapado rojo y logró ponérselo. Él no pudo desplazarse ni un milímetro de donde estaba: media docena de fusiles apuntaban a su cabeza.
De golpe los uniformados se separaron de él y, dividiéndose en dos filas, formaron un pasillo hasta la abertura de la puerta.
El jefe del escuadrón —por la cantidad de condecoraciones, Julio no tuvo dudas—, marchó a paso firme hacia él.
—¡No lágrimas! —le ordenó, rozándole la cara con una espada o sable.
A Julio le dolieron las mejillas, las mandíbulas.
Vio que los uniformados se iban de su casa, llevándose por la fuerza a una mujer de tapado rojo.
¡Cómo le dolían las mejillas!                                                                 
Necesitaba verse, curarse.
Lentamente se levantó del sillón y fue al baño. El espejo le mostró una mueca de labios estirados. Tan expuestos quedaban sus dientes: feos y amarillentos. Debía cubrirlos. Se llevó la mano a la comisura del labio. Le costó agarrar el músculo, parecía replegado, como si los tendones se hubiesen contraído. Era una mueca de risa, no había dudas. Pero su cara no parecía alegre.
—¡Julio! —oyó desde el baño. Era Celina—. Dejaste la puerta de calle abierta, Julio. Tenés que ser más cuidadoso. ¡Mirá, el viento mi hizo llorar!
¿Llorar?
Corrió junto a su hermana. Pasó las yemas de los dedos por la cara de ella. Y después, haciendo un gran esfuerzo, logró sacar la lengua por entre la sonrisa dolorosa, y se lamió el dedo. Sal. El gusto de la sal, tan sabroso…
Se lo dio a probar a Celina. En cualquier momento llegaría el escuadrón.
Esperó.
Nada.
No pueden detectar sus lágrimas, concluyó al cabo de un rato, porque ella no figura en los padrones.
Se sentó en la falda muerta de su hermana y se abrazaron con fuerza, y ella lloró como una nena chiquita y siguió llorando hasta quedarse dormida.
Julio no se movió por no despertarla.

El sol de la mañana le daba de lleno en la cara. Julio se incorporó despacio.
—Voy a hacer el desayuno —le dijo Celina.
Él fue a prepararse. En un par de horas debía marcar tarjeta en el instituto de danzas modificadoras.
A la vuelta, le diría a Celina que le mostrase fotos de la familia



Acerca de la autora:

"Ocho minutos" fue publicado en la revista Próxina nº 12.

lunes, 23 de julio de 2012

Sueños robados - Sergio Gaut vel Hartman


Una cosa es despertarse y no poder recordar lo que se acaba de soñar y otra muy distinta saber que te han robado el sueño que acabas de soñar, tu sueño. Porque nadie va a negar que los sueños son de los que los sueñan, ¿verdad? Esto no tiene nada que ver con comunismo y capitalismo, propiedad de latifundios y reforma agraria. Los sueños son de quien los sueña, y los que los roban son ladrones, punto, no hay excusas. Son tipos de la peor calaña porque te roban lo que se supone que nadie te debería poder robar. ¿Quiénes son los ladrones de sueños? ¿Para qué los quieren? ¡Si lo supiera!


Me metí bajo la ducha refunfuñando y dejé que el vino corriera por mi cuerpo. Nada como la caricia del borgoña para limpiar la bronca. Algunos prefieren el cabernet, pero a mí me resulta áspero, demasiado seco. Permanecí debajo del vino unos quince minutos y salí chorreando. Las luces del antro estaban apagadas, por lo que esperé tiritando en la oscuridad que llegaran las lenguas y me secaran. ¡Malditos depredadores! No podía apartar mis pensamientos de esos hijos de puta. ¿Qué sueño me habrían robado? Vinieron a mi mente las imágenes de una calle estrecha, flanqueada por edificios altos con las ventanas cerradas, pero ese era un viejo sueño que yo paladeaba con frecuencia, tal vez un sueño recurrente, que había sido soñado tantas veces que ya tenía los bordes ajados y carcomidos. Seguía siendo un sueño magnífico, aristocrático, pero antiguo, y sin lugar a dudas no era el sueño que me habían robado.
Las lenguas hicieron su trabajo. Suaves como terciopelo y lentas como orugas, recorrieron mi cuerpo catando cada gota de borgoña. Pensando en mi sueño hurtado, ni siquiera advertí que ya estaba seco, y habría permanecido de pie durante muchas horas, absorto y desnudo en la oscuridad, si no hubiera aparecido mi fiel amiga Miranda para recordarme que era hora de oficiar el servicio.
—El servicio —repetí estúpidamente.
—¿Qué sueño degustarán tus fieles esta noche? —dijo Miranda, más sonriente que nunca.
—¿Sueño? —Sólo entonces advertí la enormidad de la tragedia que me había tocado en suerte. Sin un sueño propio y flamante que transmitir a los fieles, debería recurrir a los sueños del pasado, a sueños ajenos, a sueños prestados. ¿Sueños robados? ¿Existe un mercado secundario que se nutre de sueños robados? El que le roba a un ladrón merece mil años de perdón. Pero yo nunca había salido a robar sueños o a comprar sueños robados; no sabía entonces —y no lo sé ahora— cual es el procedimiento que permite meterse en la mente del soñador y depredar las imágenes oníricas.
—¿Qué ocurre? —La sonrisa desapareció del rostro de Miranda. Fue como si una tormenta hubiera provocado el hundimiento de la nave que transportaba a todos tus seres queridos y te dieran la noticia el día de tu boda, unos minutos antes de la ceremonia.
—No tengo mi sueño de hoy, amor; me lo robaron.
Miranda palideció. —¿Robaron tu sueño? ¿Cómo es posible?
—¡No lo sé! —Estaba desesperado, pero no lo estuve por mucho tiempo: la desesperación huyó de mi cuerpo despavorida, fiel a su estilo y mi desnudez se multiplicó. Desnudo y calmo, ayuno de desesperación y borgoña, enfrenté a Miranda y la besé. Ella, obediente del ritual, mordió mis labios, bebió la sangre y comió la carne.
El agua ya hervía en una hermosísima olla de titanio puesta al fuego por Leiber, el hombre eléctrico. Leiber llegó montado en un rayo, hace siglos, y jamás se ha ido de nuestro lado. Sobre la mesa de la sala, un cuchillo recién afilado respiraba inquieto: era la primera vez en su vida que iba a degollar a alguien, y del horno salía un desagradable olor a chuleta carbonizada. Vida de hogar.
Luego de que Miranda escupió mis labios dentro de la olla, echamos puñados de sal y esperamos el paso del tren de las siete. En el tren de las siete llegan viajeros perfectos, mansos e inocentes, ignorantes del destino que les espera y, justamente por eso, felices como almejas. Leiber pasó echando chispas azules y arreando a las lenguas, ebrias, por supuesto, pobrecitas. El tren, en cambio, llegó a horario. Reprimí los deseos de hacer el amor con Miranda en ese mismo momento y me concentré en mi tarea.
—Ese —señaló Miranda.
—No —repliqué—, esa.
—Misógino.
—Perdonavidas.
Negociamos. Un niño rubio y fino estaba bien para los dos. El cuchillo se alzó en el aire; sudaba como un luchador de sumo. Pero no falló.
—Ojos azules, qué bonitos —dijo Miranda.
Me encogí de hombros. No estaba de humor para percibir delicadezas y refinamientos. El robo de mi sueño era una llaga abierta que quemaba y aún no había decidido qué mentira contarles a mis fieles, que ficción urdir y hacerles creer que era un sueño. ¿Se lo tragarían? Si sólo uno de ellos descubriera el engaño todo el sistema se desmoronaría. Se lo dije a Miranda y ella me comprendió, como siempre; no es mi amante desde hace siglos por pura casualidad. Los ojos se unieron a los labios, rojos de sangre y blancos de saliva, y una criatura de piel violeta trepó por el borde de la olla.
—A sus órdenes, amo —dijo.
—De eso, nada —repliqué—. Soy el jefe, pero aquí todo es democrático. Te encargarás de la biblioteca. Intuyo que tendrás mucho ojo para los temas históricos. Estamos tratando de documentarnos sobre un encuentro furtivo entre Ana Comnena, la hija de Alexis, emperador de Bizancio, y el rudo normando Bohemundo. Tiene que haber sucedido en los aposentos del palacio de los Manganos, el 10 de abril de 1097.
El monstruo generado en la olla no se inmutó. —¿Tienen máquina?
—¿Máquina del tiempo?
—Sí, bobo; no iba a ser una máquina Overlock de refilar pantalones.
—No tenemos máquina del tiempo.
—Entonces no será sencillo. —El ser se rascó el párpado con un dedo largo y fino como una pata de araña. Miranda le dio la espalda; le producían un fastidio insuperable los que interponían excusas para no llevar a cabo las tareas encomendadas con la eficacia que se esperaba de ellos.
—No me importa —dije, cortando la objeción con una mano. La objeción, herida, reptó por los rincones y fue a morir a la salida de la cueva del conejo Porcayo. Pero Porcayo estaba de vacaciones en México, visitando a sus familiares, por lo que no salió a rematarla.
—Maestro, amigo, amante —dijo Miranda, regresando de su furia tan sedada como si hubiera comido guiso de capullos—. El tiempo se acaba.
—No se acaba. —Saqué un puñado de tiempo del bolsillo y ganamos dos o tres horas que me iban a servir para resolver el tema de la falta del sueño.
Miranda sonrió. —Siempre tan ocurrente.
—Tengo el sueño —dijo el monstruo de la olla.
—¿Qué sueño? —Si era cierto, la combinación había dado a luz a un genio. Tendría que usar más niños del tren de las siete y combinarlos con otras partes de mi cuerpo. Nada más puro y efectivo que el agua hirviendo. Miranda captó la idea y se relamió: le tiene echado el ojo a una parte de mi cuerpo en especial; pero yo no soy ningún tonto y sé que el día que ella se aficione a esa parte la perderé como amiga y asistente y tendremos que limitarnos a ser amantes.
—El sueño que le robaron los depredadores —dijo el monstruo de la olla. Y me mostró un sueño todo chamuscado, gris y blanco—. ¿Es éste o no?
—¿Cómo puedo saberlo? Me lo robaron antes de despertar. Nunca lo vi. Podrías engañarme con suma facilidad —concluí, receloso.
—Soy incapaz de hacer algo así —dijo el monstruo—. Soy una mezcla impura de elementos puros. ¿Usted no es alquimista acaso?
—Veamos ese sueño —dije sin molestarme en devolverlo a la olla. El monstruo era un confianzudo, pero si de verdad había recuperado mi sueño tendría que recompensarlo. En ese momento, como un ramalazo, me llegó una imagen poderosa, posiblemente una profecía: el monstruo se llevaba a Miranda y juntos, en el lejano este, procreaban una estirpe de seres fungiformes, híbridos y pervertidos como curas católicos. Expulsé la profecía de mi mente y me concentré en el sueño.
Los ladrones no lo habían tocado. Por alguna razón que ignoraba entonces e ignoro ahora, el sueño estaba intacto. Y casi de inmediato supe lo que tenía que saber con certeza absoluta: era mi sueño.
—No fue fácil —dijo el monstruo de la olla—; parece que los ladrones habitan el reverso del muro, ocultos en repliegues y recovecos sombríos, repartidos en agujeros que simulan ser enigmas indescifrables.
—Parecer no es lo mismo que ser —refuté—. Y si poseían el poder y la sabiduría para destruirlo, pero no lo hicieron, significa que una fuerza formidable les ata las manos. Eso es peligroso hasta para mí. —Empecé a temer a esa fuerza invisible y mi sueño se convirtió en algo secundario, sin importancia. Para mí, claro, no para Miranda.
—¡Está intacto! —exclamó la muchacha. Alzó los brazos y los lienzos que la cubrían cayeron al suelo, por lo que quedó totalmente desnuda. En otras circunstancias me habría arrojado sobre ella, pero no lo hice porque comprendí la importancia de ese sueño en particular; no por nada me lo habían robado. Miranda notó que la situación se tornaba precaria, y para remediarla se puso un gabán tan holgado que en él podrían haber vivido dos familias.
—¡No supieron cómo operarlo! —dije, extrañado—. ¿Qué clase de depredadores son estos que sucumben ante un simple sueño? Operar el sueño que se ha obtenido es lo primero que todos quieren y lo primero que todos hacen. ¡Qué no darían mis fieles por extender las zarpas y posarlas sobre uno como éste, pobrecitos!
Leiber apareció desde el otro lado del muro de sombras. Después de todo no había sido tan difícil hallarlo. Siempre había estado a dos pasos de distancia. Todavía titilaban vestigios de luz y de sombra entre sus chispas, como el resabio de una vieja película muda.
—¡Imbécil! Sabías que mi sueño estaba allí y no me dijiste nada.
—¿Leiber habla? —dijo el monstruo.
—¡Por supuesto que no! —repliqué—, pero podría haberme escrito un mensaje electrónico o una simple carta, de las que se mandan por correo.
—¿Adónde habría conseguido estampillas?
Me saqué un zapato y se lo arrojé al monstruo. Él, por supuesto, lo esquivó con facilidad. Más tarde supe que se convirtió en un gran filatelista, el mayor coleccionista de sellos de colonias inglesas después del ingeniero Dellepiane. (Nunca olvidaré los tigres malayos: Perlis, Selangor, Sabah, Sarawak, Johor, Kedah, Negeri Sembilan, Pehang, Perak; ¡qué sellos tan bellos!)
—Maestro, basta de distracciones —dijo Miranda desde algún sitio en las profundidades del gabán—. Está gastando el tiempo que le queda.
—Tengo más. —Pero tras revisar todos los bolsillos de mi cuerpo supe que no había tiempo extra. Y mis fieles ya se habían congregado en la nave central, ansiosos y turbulentos—. No me queda más tiempo —admití.
Lo peor del caso es que hubiera necesitado ese tiempo para revisar mi sueño y por lo tanto no habría más remedio que presentarlo como estaba; confiaría en que no advirtieran el desgaste. Alcé la vista hacia la luz que se filtraba por la ventana y bebí un largo trago de silencio. Satisfecho, me calcé la piel ritual y sentí cómo devoraba hasta el chaleco de casimir inglés de mi traje de tres piezas y se ajustaba a mi cuerpo escamoso. Di dos pesados pasos para alcanzar la puerta que comunicaba mis habitaciones privadas con la gran sala en la que ya estaban reunidos mis fieles, corrí la cortina y los observé: inocentes como ovejas, mansos como jilgueros, impotentes como peces. Entrechoqué las garras con deleite, ante la mirada atónita del monstruo de ojos azules de la olla de titanio. Di otros cuatro pasos y avancé hacia el púlpito. Un murmullo de sumisión inundó el recinto. Abrí las fauces y escupí mi sueño. El veneno que contenía se esparció por el aire y los paralizó. Pensé una vez más en Miranda, en la ferocidad con la que la poseería luego de saciarme, y avancé hacia la manada absorta.
—¡Alabado sea el señor! —fueron sus últimas palabras.
Caminé entre las apretadas filas de cuerpos húmedos y tibios y luego de prolongar el placer de la espera durante varios minutos, elegí a mis víctimas con esmero. Nunca como menos de tres, pero ese día estaba eufórico y seleccioné cinco. Miranda sonrió y Leiber los arrastró hasta la olla sin dificultad. ¡Qué fuerte es, por Dios!

El aprendiz – Héctor Ranea



Cierto día, el señor Xiu Xhi Xzu se sintió molesto consigo mismo. No es que la molestia le hubiese venido como viene una enfermedad, con un síntoma de dolor o malestar intenso, preciso, localizado o como un accidente que ocurre cuando algo cae desde la azotea de un vecino o vuela un parasol impulsado por una corriente de aire ascendente en la playa, más bien le vino de a poco, como una marea de sensaciones cada vez más molestas o como el silencio que viene en las grandes ciudades, que nunca tiene final ni comienzo abrupto. Eso es, tuvo una sensación crepuscular de molestia consigo mismo. ¿Queda claro que no fue una epifanía? Fue sencillo, de consecuencias enormes para él, dada su condición, pero simple como la flor de cerezo que ensayaba dibujar todas las tardes y evitaba hacerlo todos los siguientes días.
Sacó cuentas y, dada la soledad en la que vivía (o transcurría) cuando no trabajaba, era factible ir a una de esas instituciones especiales de entrenamiento para generación de aptitudes. De hecho, en el subte había visto varias veces avisos sobre una en particular que anunciaba que podía, por su condición, ser becado o al menos podría solicitar un crédito de estudio.
Estos créditos de estudio eran un verdadero dolor de cabeza aunque, llegado el caso, era mejor que quedarse sin hacer otra cosa que este trabajo de porquería y de cuatro a la hora. Él quería llegar a bastante más y, aunque sus probabilidades eran escasas, formar una familia. Después de todo no tenía que sentirse limitado por nada. Lo había dicho el Presidente, o al menos él había entendido que así sería.
Tal vez desde que escuchó ese discurso, inflamado de palabras tan severas, emotivas, llenas de orgullo genuino, él comenzó a sentir ese malestar que lo empujaba a ser más, a tener otras habilidades. ¿Cómo no lo había pensado antes? Sólo eso lo convenció de que aquel hombre era un Presidente importante. Estaba diciendo algo que todos debieron decir desde antes, pero no lo habían dicho. Todo eso pensaba Xiu Xhi Xzu mientras viajaba y por cierto, tenía un viaje largo.
Su trabajo ni era cómodo, ni se desarrollaba en un lugar cómodo, a menos que uno tuviera su propio método de locomoción. Pero de nuevo, si lo tuviera, seguramente no tendría ese trabajo. De hecho, todos los que trabajaban ahí viajaban en alguno de los sistemas de naves, de subtes o, como lo hacía él, en buses gigantescos y subterráneos, bastante parecidos a trenes.
El lugar donde trabajaba era inmenso y, paradójico o no, muy silencioso. Era uno de los orgullos de los constructores de esa planta; habían llevado a varios ciegos a cien metros de los edificios periféricos y éstos no notaron ruido alguno. Por contrapartida, allí nadie hablaba con nadie, nadie reía, nadie lloraba, nadie se quejaba. Era una inmensa máquina en la que los obreros mutaban sin chistar toda vez que tomaban su turno.
Algunos de los que trabajaban ahí cumplían tareas más interesantes que él. Por eso Xiu Xhi quería progresar. Era cuestión de ahorrar para comprar algunos elementos importantes y aprender. Él tenía que aprender. ¿Aprendería? Apenas sabía lo que era aprender. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que aprendió algo y eso fue destapar cañerías de cloacas. ¿Le darían permiso para aprender? En cierta forma se lo había ganado, era infaltable. No había condición en que pudiera faltar. No importaba si llovía, si hacía un calor de tostadora, si la nieve obturaba hasta los respiraderos de la fábrica, o si el polvo del tórrido verano atestaba las narinas y las dejaba sofocadas, él siempre llegaba al trabajo, pero además de llegar, era puntual. Puntualísimo. Un reloj atómico hubiera sido impreciso. Sabía cuándo tenía que salir para llegar a tiempo en cada condición climática. Por eso, el día antes planeaba su viaje cuidadosamente, para no fallar, no llegar tarde, no tener inconvenientes con accidentes de ningún tipo.
Dormía poco pero bien. Tenía carga todo el día gracias a esas pocas horas de descanso y, con el trabajo que tenía por delante, a veces terminaba exhausto. Pero el viaje de regreso y el descanso subsiguiente, con una buena alimentación, hacían milagros para el día después. Además, desde la eliminación de los domingos y los descansos, él trabajaba aún mejor que antes. Le tocaba limpiar a fondo los noventa baños de los treinta pisos del sector C de la séptima torre de la compañía, en dos semanas terminaba el ciclo y cuando los recomenzaba se notaba que el personal de mantenimiento había realizado una tarea aproximativa, de mero lavado de cara. Él tenía que dejar impecables los aparatos, el piso, las bocas de aire y, sobre todo, los mingitorios, que eran los que la compañía valoraba más como focos de posibles infecciones. Sólo un especialista como Xiu Xhi podía dejar estos artefactos con el nivel de sanidad imprescindible. Más que eso, era siempre felicitado por su actividad impecable. De eso sí podría hablar si quisiera, de los mingitorios. Tenía para horas si lo entrevistaran los de personal. Horas. Sabía de las formas de orinar como nadie entre los cientos de empleados de limpieza, de los generentes, los que atendían al público. Era un experto en la operación de extraer el miembro y mear contra la loza. Podríamos describir su sapiencia señalando la Enciclopedia Británica si no fuera porque Google, como dice un amigo, se la devoró.
Había comenzado limpiando los vidrios de los ventanales de la torre J desde el piso 900 al 907. El ciclo completo le llevaba más de tres meses, pero todos querían trabajar en esas oficinas porque recibían entre el 1 y el 2 por ciento más de luz durante el día. Algunos restoranes querían situarse en el 905 pues de noche se veía más lejos gracias al estado de las ventanas y eso era muy apreciado por los clientes. Estos elogios no eran comunes, así que Xiu Xhi fue promovido rápidamente, aunque hacía ya un tiempo que quería moverse del sector baños pero sus jefes no querían ni hablar porque no habían formado nadie como él, con tal prolija sensación de pulcritud y obsesiva pasión por la higiene. Era un as que no querían entregar al sector de comedores.
Que sería lo que Xiu, por su parte, esperaba. Porque, pensaba, de tocarle la limpieza de planchas de asar, ollas, cacerolas, sartenes, hornos, utensilios podría, tal vez, aprender el oficio de cocinero. Al menos mirándolos trabajar a ellos. Después vería de obtener los certificados correspondientes, pero primero habría que saber lo que marcaría la diferencia. Aparte de eso, saber siempre le había dado reconfortables elogios. Saber de fisiología de la deposición de excrementos le había ayudado a limpiar mejor los aparatos, pues podía buscar suciedad donde nadie se imaginaría, de no ser que supiera cuáles características debía suponer, conocer o incluso intuir.
En eso consistía parte de su éxito. Conocer a las palomas, a la dinámica de los vientos, al contenido de sílice de los mismos, le había ayudado con sus puertas y ventanas. Las puertas en la casa de su primer empleador, las ventanas en la compañía. Ningún otro limpia-ventanas podía superarlo porque él adivinaba las inclemencias, sabía dónde buscar suciedad y por ende cómo limpiarla. Sabía qué hacer cuando nevaba y qué debía ser hecho si la tormenta era de viento, a pesar de que a las alturas que él trabajaba las nubes apenas podían rozar al edificio, ya que conocía qué ionización producían las diferentes nubes y por ende cómo dañaban a la superficie de cada rincón de la ventana. Porque él era limpia-ventanas, no un limpia vidrios, como los demás, y por ello no podía ser alcanzado en su excelencia.
La perplejidad acosaba a Xiu, sin embargo, pues él sabía que no había aprendido esas cosas, estaba convencido de que habían sido transferidas a sus manos, a su cuerpo, a su cabeza, por así decirlo, en forma diferente al aprendizaje. Por eso tenía tantos problemas con su nueva intención: si no había aprendido nada desde la escuela, ¿cómo haría para aprender el oficio que a él tanto le interesaba? Esa perplejidad no era nueva ni positiva, ya que podría distraerlo en el momento culminante de hacer brillar una cacerola como nunca nadie lo había hecho. De modo que, para él, este trascendental paso era, además, bastante engorroso.
Obviamente, comentarios como estos se conocían en los corrillos de todas las torres de la compañía y Xiu no era inmune a los mismos, con lo cual comenzó a maquinar que no era imposible llegar a la promoción. Pero los Jefes de personal no querían perder semejante empleado, por lo que hacían oídos sordos a esos rumores. Los de la cocina deberían esperar aunque fuera ahí que quería Xiu llegar.
Él pensaba que entre la limpieza de planchas y cacerolas, el enjuague de sartenes y coladores de pasta, el fregado de tablas de picar verduras, que debe diferir de las tablas de descamar pescados o de filetear pollos y cuya limpieza requería aún más detalle que las de tallar carne y que entre los diversos utensilios de cocina y las tablas de picar, de descamar pescados, de aplastar ajos o preparar curry o platillos de aperitivos, podría aprender algo del arte de cocinar, que le era completamente desconocido. Pensaba Xiu que eso respondería a su pregunta de si era o no capaz de aprender algo. Después vería de certificarlo como correspondía.
Los certificados eran esos objetos que los jefes no querían que sus subordinados obtuvieran, sobre todo aquellos como Xiu que era tan bueno limpiando ventanas. Pero un día la orden llegó. Un jefe superior quería que Xiu Xhi Xzu fuese quien le limpiaría platos, cubiertos, copas y jarras, porque había oído de sus dotes de limpiador de mingitorios, de pulidor de ventanas y quería saber cómo sabrían los filetes de cerdo asados en las planchas que limpiaba Xiu o quería saber cómo sabría el vino en las copas lavadas por las manos de Xiu. Los jefes de la sección de ventanas lloraron en la despedida de Xiu, que sabía que nunca más regresaría.
La cocina era la maravilla que Xiu había entrevisto. Todo el tiempo volando vapores, olores, cuerpos de animales muertos mutilados, llamaradas aquí y allá, succión de aire, ventilación de hombros, de hornos que trinaban a cada rato y él junto a otros, en las bateas, apenas con tiempo para mirar por sobre el hombro (el izquierdo, para más datos) y tratar de copiar cada movimiento de cada una de las personas. Los cocineros, las cocineras, bailando una suerte de danza muy precisa, en la que nada parecía ordenado y, sin embargo, ningún movimiento era producto del azar. Hasta las llamaradas de aceite quemado o agua emulsionada parecían ordenadas, como cabelleras que, aún a merced del viento, estuvieran meticulosamente peinadas por un autista, pelo por pelo.
Xiu, extasiado pensaba cuándo sería él miembro de una corte similar. Una troupe que, en lugar de representar dramas, comedias o kabuki, representara la cocción de algo impresionante, algo realmente conmovedor. Cien platos de pato pekinés, cien platos de carrillos de carnero en salsa tártara, cuadriles de pavo de Malasia en costra de vegetales horneados, cientos miles de platillos, tapas, comidas, servicio de agua, de vino, de cervezas, de pan de Francia, de filón toscazo, de panqueques, de carne empanada vienesa, todas esas cosas que veía Xiu sin saber su nombre todavía porque él estaba apenas en el primer escalón de lavadores de platos. Enjabonaba, restregaba, enjuagaba. Y repetía cientos y cientos de veces los movimientos.
Para la semana tenía ya tan ensayados todos esos movimientos que no sólo los repetía en su mente mientras viajaba en el subterráneo desde la parada Arroyo Muerto hasta Guerreros Verdes, en la otra punta de la gran megalópolis, sino que también lo ensayaba a veces con los instrumentos que le daban a lavar. Su celeridad, minuciosidad, presentación y carácter durante el acto le valieron subir dos escalones en ese territorio y pasó a tareas de gran responsabilidad, como la de lavar los sistemas de cocción más directa, desinfectar los cubiertos y en menos de un mes era el primer lavador oficial, con responsabilidad sobre la pulcritud de la sala.
Eso implicaba cuestiones importantes a tener en cuenta mientras lavaba las cosas más riesgosas, como las hojas de las cortadoras de verduras, los recovecos de las máquinas de moler carne, los bowls para levantar la crema y, por si esto fuera poco, el estado de las copas de vino (que no tuvieran marcas de usuarios anteriores, ni manchas de sarro u otro tipo de cuestiones estéticas y de higiene que podrían ser importantes, por ejemplo). Si bien el salario era el mismo, Xiu lo tomaba con alegría. No tenía elección, claro. Y él estaba convencido que, con los años, lo sumarían al equipo de cocineros.
Entre tanto, él trataba de observar todo y se daba cuenta de que estaba aprendiendo. De que, en realidad, por alguna circunstancia que nadie le había aclarado, todo su sistema de aprendizaje estaba funcionando sin agentes externos. Para él era un descubrimiento placentero que lo dejaba de buen humor en cuanto lo recordaba, cosa que podía ocurrir hasta dos veces por día, si se incluía las madrugadas, que era cuando él repasaba todo lo registrado en la cocina. Estaba seguro de lograr ser admitido entre quienes danzaban esa suave danza de las cocciones urgentes.
Xiu Xhi Xzu tuvo lo que quiso. La oportunidad vino casi caminando, no necesitó demasiada imaginación. Un furibundo mediodía de agosto, en medio de uno de los servicios completos, el ayudante del segundo chef se descompuso. Cayó al piso sin aviso ni atenuantes. Simplemente se desplomó. Tuvieron que llevarlo a una sala de emergencias en medio del ajetreo de esa colmena en medio de nieblas de vapor, de emulsiones de aceite y llamaradas de alcohol quemándose en sartenes infernales. No podían parar el servicio, de modo que, sin mediar palabra alguna, el jefe lo tomó a Xiu Xhi del lugar que ocupaba en las bachas de lavado y le puso sin preguntarle una chaqueta limpia, le pidió que se lavara las manos con un gesto y, mientras él lo hacía, le colocó un birrete, acomodándole el pelo para que entrase en él. Cuando estuvo seguro de tener eso dominado, le señaló una gran fuente con verduras de hoja a las que, evidentemente, había que lavar. Xiu Xhi Xzu era consciente del problema: si tardaba demasiado restrasaría todo el servicio, practicamente y si lavaba con poco cuidado podría pasársele algún bicho poco agradable, cosa inadmisible. Pero la observación había hecho que Xiu conociera la técnica precisa, aunque además la mejoró usando, justamente, la paciencia y controlando la ansiedad. Entonces fue pulcro y, a la vez, rápido.
El accidentado estuvo fuera varios meses porque su salida se debió a causas graves, de modo que, en ese tiempo, todos tuvieron su oportunidad, especialmente Xiu Xhi. Su capacidad fue anotada por todos los jefes y decidieron ponerlo a prueba como ayudante de cocinero y finalmente, ayudante del segundo de cocina y éste le permitió preparar un plato muy especial, cosa que Xiu hizo tan bien que el chef decidiera otorgarle una beca para ser cocinero con toda la regla. Xiu Xhi Xzu había logrado su objetivo.
Entró a lo grande. Su debut como cocinero fue apoteótico. Lo aclamaron esa vez y desde entonces, siempre. No paró hasta ser cocinero del Presidente, nada menos. Era la primera vez en la historia que un autómata robótico llegaba a tanto. Agigantado su ego, Xiu Xhi Xzu se puso a buscar pareja pero grande fue su enojo cuando las autoridades sanitarias le informaron que no podía pues no estaba previsto el matrimonio entre androides. Se suicidó sumergiendo la cabeza en aceite hirviendo. La explosión de sus nanocircuitos fue leve, como había sido su vida. El Presidente se entristeció mucho al conocer la determinación de Xiu.
—Nadie preparaba sushi de tortilla como él, dicen que dijo.