lunes, 23 de julio de 2012

Sueños robados - Sergio Gaut vel Hartman


Una cosa es despertarse y no poder recordar lo que se acaba de soñar y otra muy distinta saber que te han robado el sueño que acabas de soñar, tu sueño. Porque nadie va a negar que los sueños son de los que los sueñan, ¿verdad? Esto no tiene nada que ver con comunismo y capitalismo, propiedad de latifundios y reforma agraria. Los sueños son de quien los sueña, y los que los roban son ladrones, punto, no hay excusas. Son tipos de la peor calaña porque te roban lo que se supone que nadie te debería poder robar. ¿Quiénes son los ladrones de sueños? ¿Para qué los quieren? ¡Si lo supiera!


Me metí bajo la ducha refunfuñando y dejé que el vino corriera por mi cuerpo. Nada como la caricia del borgoña para limpiar la bronca. Algunos prefieren el cabernet, pero a mí me resulta áspero, demasiado seco. Permanecí debajo del vino unos quince minutos y salí chorreando. Las luces del antro estaban apagadas, por lo que esperé tiritando en la oscuridad que llegaran las lenguas y me secaran. ¡Malditos depredadores! No podía apartar mis pensamientos de esos hijos de puta. ¿Qué sueño me habrían robado? Vinieron a mi mente las imágenes de una calle estrecha, flanqueada por edificios altos con las ventanas cerradas, pero ese era un viejo sueño que yo paladeaba con frecuencia, tal vez un sueño recurrente, que había sido soñado tantas veces que ya tenía los bordes ajados y carcomidos. Seguía siendo un sueño magnífico, aristocrático, pero antiguo, y sin lugar a dudas no era el sueño que me habían robado.
Las lenguas hicieron su trabajo. Suaves como terciopelo y lentas como orugas, recorrieron mi cuerpo catando cada gota de borgoña. Pensando en mi sueño hurtado, ni siquiera advertí que ya estaba seco, y habría permanecido de pie durante muchas horas, absorto y desnudo en la oscuridad, si no hubiera aparecido mi fiel amiga Miranda para recordarme que era hora de oficiar el servicio.
—El servicio —repetí estúpidamente.
—¿Qué sueño degustarán tus fieles esta noche? —dijo Miranda, más sonriente que nunca.
—¿Sueño? —Sólo entonces advertí la enormidad de la tragedia que me había tocado en suerte. Sin un sueño propio y flamante que transmitir a los fieles, debería recurrir a los sueños del pasado, a sueños ajenos, a sueños prestados. ¿Sueños robados? ¿Existe un mercado secundario que se nutre de sueños robados? El que le roba a un ladrón merece mil años de perdón. Pero yo nunca había salido a robar sueños o a comprar sueños robados; no sabía entonces —y no lo sé ahora— cual es el procedimiento que permite meterse en la mente del soñador y depredar las imágenes oníricas.
—¿Qué ocurre? —La sonrisa desapareció del rostro de Miranda. Fue como si una tormenta hubiera provocado el hundimiento de la nave que transportaba a todos tus seres queridos y te dieran la noticia el día de tu boda, unos minutos antes de la ceremonia.
—No tengo mi sueño de hoy, amor; me lo robaron.
Miranda palideció. —¿Robaron tu sueño? ¿Cómo es posible?
—¡No lo sé! —Estaba desesperado, pero no lo estuve por mucho tiempo: la desesperación huyó de mi cuerpo despavorida, fiel a su estilo y mi desnudez se multiplicó. Desnudo y calmo, ayuno de desesperación y borgoña, enfrenté a Miranda y la besé. Ella, obediente del ritual, mordió mis labios, bebió la sangre y comió la carne.
El agua ya hervía en una hermosísima olla de titanio puesta al fuego por Leiber, el hombre eléctrico. Leiber llegó montado en un rayo, hace siglos, y jamás se ha ido de nuestro lado. Sobre la mesa de la sala, un cuchillo recién afilado respiraba inquieto: era la primera vez en su vida que iba a degollar a alguien, y del horno salía un desagradable olor a chuleta carbonizada. Vida de hogar.
Luego de que Miranda escupió mis labios dentro de la olla, echamos puñados de sal y esperamos el paso del tren de las siete. En el tren de las siete llegan viajeros perfectos, mansos e inocentes, ignorantes del destino que les espera y, justamente por eso, felices como almejas. Leiber pasó echando chispas azules y arreando a las lenguas, ebrias, por supuesto, pobrecitas. El tren, en cambio, llegó a horario. Reprimí los deseos de hacer el amor con Miranda en ese mismo momento y me concentré en mi tarea.
—Ese —señaló Miranda.
—No —repliqué—, esa.
—Misógino.
—Perdonavidas.
Negociamos. Un niño rubio y fino estaba bien para los dos. El cuchillo se alzó en el aire; sudaba como un luchador de sumo. Pero no falló.
—Ojos azules, qué bonitos —dijo Miranda.
Me encogí de hombros. No estaba de humor para percibir delicadezas y refinamientos. El robo de mi sueño era una llaga abierta que quemaba y aún no había decidido qué mentira contarles a mis fieles, que ficción urdir y hacerles creer que era un sueño. ¿Se lo tragarían? Si sólo uno de ellos descubriera el engaño todo el sistema se desmoronaría. Se lo dije a Miranda y ella me comprendió, como siempre; no es mi amante desde hace siglos por pura casualidad. Los ojos se unieron a los labios, rojos de sangre y blancos de saliva, y una criatura de piel violeta trepó por el borde de la olla.
—A sus órdenes, amo —dijo.
—De eso, nada —repliqué—. Soy el jefe, pero aquí todo es democrático. Te encargarás de la biblioteca. Intuyo que tendrás mucho ojo para los temas históricos. Estamos tratando de documentarnos sobre un encuentro furtivo entre Ana Comnena, la hija de Alexis, emperador de Bizancio, y el rudo normando Bohemundo. Tiene que haber sucedido en los aposentos del palacio de los Manganos, el 10 de abril de 1097.
El monstruo generado en la olla no se inmutó. —¿Tienen máquina?
—¿Máquina del tiempo?
—Sí, bobo; no iba a ser una máquina Overlock de refilar pantalones.
—No tenemos máquina del tiempo.
—Entonces no será sencillo. —El ser se rascó el párpado con un dedo largo y fino como una pata de araña. Miranda le dio la espalda; le producían un fastidio insuperable los que interponían excusas para no llevar a cabo las tareas encomendadas con la eficacia que se esperaba de ellos.
—No me importa —dije, cortando la objeción con una mano. La objeción, herida, reptó por los rincones y fue a morir a la salida de la cueva del conejo Porcayo. Pero Porcayo estaba de vacaciones en México, visitando a sus familiares, por lo que no salió a rematarla.
—Maestro, amigo, amante —dijo Miranda, regresando de su furia tan sedada como si hubiera comido guiso de capullos—. El tiempo se acaba.
—No se acaba. —Saqué un puñado de tiempo del bolsillo y ganamos dos o tres horas que me iban a servir para resolver el tema de la falta del sueño.
Miranda sonrió. —Siempre tan ocurrente.
—Tengo el sueño —dijo el monstruo de la olla.
—¿Qué sueño? —Si era cierto, la combinación había dado a luz a un genio. Tendría que usar más niños del tren de las siete y combinarlos con otras partes de mi cuerpo. Nada más puro y efectivo que el agua hirviendo. Miranda captó la idea y se relamió: le tiene echado el ojo a una parte de mi cuerpo en especial; pero yo no soy ningún tonto y sé que el día que ella se aficione a esa parte la perderé como amiga y asistente y tendremos que limitarnos a ser amantes.
—El sueño que le robaron los depredadores —dijo el monstruo de la olla. Y me mostró un sueño todo chamuscado, gris y blanco—. ¿Es éste o no?
—¿Cómo puedo saberlo? Me lo robaron antes de despertar. Nunca lo vi. Podrías engañarme con suma facilidad —concluí, receloso.
—Soy incapaz de hacer algo así —dijo el monstruo—. Soy una mezcla impura de elementos puros. ¿Usted no es alquimista acaso?
—Veamos ese sueño —dije sin molestarme en devolverlo a la olla. El monstruo era un confianzudo, pero si de verdad había recuperado mi sueño tendría que recompensarlo. En ese momento, como un ramalazo, me llegó una imagen poderosa, posiblemente una profecía: el monstruo se llevaba a Miranda y juntos, en el lejano este, procreaban una estirpe de seres fungiformes, híbridos y pervertidos como curas católicos. Expulsé la profecía de mi mente y me concentré en el sueño.
Los ladrones no lo habían tocado. Por alguna razón que ignoraba entonces e ignoro ahora, el sueño estaba intacto. Y casi de inmediato supe lo que tenía que saber con certeza absoluta: era mi sueño.
—No fue fácil —dijo el monstruo de la olla—; parece que los ladrones habitan el reverso del muro, ocultos en repliegues y recovecos sombríos, repartidos en agujeros que simulan ser enigmas indescifrables.
—Parecer no es lo mismo que ser —refuté—. Y si poseían el poder y la sabiduría para destruirlo, pero no lo hicieron, significa que una fuerza formidable les ata las manos. Eso es peligroso hasta para mí. —Empecé a temer a esa fuerza invisible y mi sueño se convirtió en algo secundario, sin importancia. Para mí, claro, no para Miranda.
—¡Está intacto! —exclamó la muchacha. Alzó los brazos y los lienzos que la cubrían cayeron al suelo, por lo que quedó totalmente desnuda. En otras circunstancias me habría arrojado sobre ella, pero no lo hice porque comprendí la importancia de ese sueño en particular; no por nada me lo habían robado. Miranda notó que la situación se tornaba precaria, y para remediarla se puso un gabán tan holgado que en él podrían haber vivido dos familias.
—¡No supieron cómo operarlo! —dije, extrañado—. ¿Qué clase de depredadores son estos que sucumben ante un simple sueño? Operar el sueño que se ha obtenido es lo primero que todos quieren y lo primero que todos hacen. ¡Qué no darían mis fieles por extender las zarpas y posarlas sobre uno como éste, pobrecitos!
Leiber apareció desde el otro lado del muro de sombras. Después de todo no había sido tan difícil hallarlo. Siempre había estado a dos pasos de distancia. Todavía titilaban vestigios de luz y de sombra entre sus chispas, como el resabio de una vieja película muda.
—¡Imbécil! Sabías que mi sueño estaba allí y no me dijiste nada.
—¿Leiber habla? —dijo el monstruo.
—¡Por supuesto que no! —repliqué—, pero podría haberme escrito un mensaje electrónico o una simple carta, de las que se mandan por correo.
—¿Adónde habría conseguido estampillas?
Me saqué un zapato y se lo arrojé al monstruo. Él, por supuesto, lo esquivó con facilidad. Más tarde supe que se convirtió en un gran filatelista, el mayor coleccionista de sellos de colonias inglesas después del ingeniero Dellepiane. (Nunca olvidaré los tigres malayos: Perlis, Selangor, Sabah, Sarawak, Johor, Kedah, Negeri Sembilan, Pehang, Perak; ¡qué sellos tan bellos!)
—Maestro, basta de distracciones —dijo Miranda desde algún sitio en las profundidades del gabán—. Está gastando el tiempo que le queda.
—Tengo más. —Pero tras revisar todos los bolsillos de mi cuerpo supe que no había tiempo extra. Y mis fieles ya se habían congregado en la nave central, ansiosos y turbulentos—. No me queda más tiempo —admití.
Lo peor del caso es que hubiera necesitado ese tiempo para revisar mi sueño y por lo tanto no habría más remedio que presentarlo como estaba; confiaría en que no advirtieran el desgaste. Alcé la vista hacia la luz que se filtraba por la ventana y bebí un largo trago de silencio. Satisfecho, me calcé la piel ritual y sentí cómo devoraba hasta el chaleco de casimir inglés de mi traje de tres piezas y se ajustaba a mi cuerpo escamoso. Di dos pesados pasos para alcanzar la puerta que comunicaba mis habitaciones privadas con la gran sala en la que ya estaban reunidos mis fieles, corrí la cortina y los observé: inocentes como ovejas, mansos como jilgueros, impotentes como peces. Entrechoqué las garras con deleite, ante la mirada atónita del monstruo de ojos azules de la olla de titanio. Di otros cuatro pasos y avancé hacia el púlpito. Un murmullo de sumisión inundó el recinto. Abrí las fauces y escupí mi sueño. El veneno que contenía se esparció por el aire y los paralizó. Pensé una vez más en Miranda, en la ferocidad con la que la poseería luego de saciarme, y avancé hacia la manada absorta.
—¡Alabado sea el señor! —fueron sus últimas palabras.
Caminé entre las apretadas filas de cuerpos húmedos y tibios y luego de prolongar el placer de la espera durante varios minutos, elegí a mis víctimas con esmero. Nunca como menos de tres, pero ese día estaba eufórico y seleccioné cinco. Miranda sonrió y Leiber los arrastró hasta la olla sin dificultad. ¡Qué fuerte es, por Dios!

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