lunes, 23 de julio de 2012
Sueños robados - Sergio Gaut vel Hartman
Una cosa es despertarse y no poder recordar lo que se acaba de soñar y otra muy distinta saber que te han robado el sueño que acabas de soñar, tu sueño. Porque nadie va a negar que los sueños son de los que los sueñan, ¿verdad? Esto no tiene nada que ver con comunismo y capitalismo, propiedad de latifundios y reforma agraria. Los sueños son de quien los sueña, y los que los roban son ladrones, punto, no hay excusas. Son tipos de la peor calaña porque te roban lo que se supone que nadie te debería poder robar. ¿Quiénes son los ladrones de sueños? ¿Para qué los quieren? ¡Si lo supiera!
Me metí bajo la ducha refunfuñando y dejé que el vino corriera por mi cuerpo. Nada como la caricia del borgoña para limpiar la bronca. Algunos prefieren el cabernet, pero a mí me resulta áspero, demasiado seco. Permanecí debajo del vino unos quince minutos y salí chorreando. Las luces del antro estaban apagadas, por lo que esperé tiritando en la oscuridad que llegaran las lenguas y me secaran. ¡Malditos depredadores! No podía apartar mis pensamientos de esos hijos de puta. ¿Qué sueño me habrían robado? Vinieron a mi mente las imágenes de una calle estrecha, flanqueada por edificios altos con las ventanas cerradas, pero ese era un viejo sueño que yo paladeaba con frecuencia, tal vez un sueño recurrente, que había sido soñado tantas veces que ya tenía los bordes ajados y carcomidos. Seguía siendo un sueño magnífico, aristocrático, pero antiguo, y sin lugar a dudas no era el sueño que me habían robado.
Las lenguas hicieron su trabajo. Suaves como terciopelo y lentas como orugas, recorrieron mi cuerpo catando cada gota de borgoña. Pensando en mi sueño hurtado, ni siquiera advertí que ya estaba seco, y habría permanecido de pie durante muchas horas, absorto y desnudo en la oscuridad, si no hubiera aparecido mi fiel amiga Miranda para recordarme que era hora de oficiar el servicio.
—El servicio —repetí estúpidamente.
—¿Qué sueño degustarán tus fieles esta noche? —dijo Miranda, más sonriente que nunca.
—¿Sueño? —Sólo entonces advertí la enormidad de la tragedia que me había tocado en suerte. Sin un sueño propio y flamante que transmitir a los fieles, debería recurrir a los sueños del pasado, a sueños ajenos, a sueños prestados. ¿Sueños robados? ¿Existe un mercado secundario que se nutre de sueños robados? El que le roba a un ladrón merece mil años de perdón. Pero yo nunca había salido a robar sueños o a comprar sueños robados; no sabía entonces —y no lo sé ahora— cual es el procedimiento que permite meterse en la mente del soñador y depredar las imágenes oníricas.
—¿Qué ocurre? —La sonrisa desapareció del rostro de Miranda. Fue como si una tormenta hubiera provocado el hundimiento de la nave que transportaba a todos tus seres queridos y te dieran la noticia el día de tu boda, unos minutos antes de la ceremonia.
—No tengo mi sueño de hoy, amor; me lo robaron.
Miranda palideció. —¿Robaron tu sueño? ¿Cómo es posible?
—¡No lo sé! —Estaba desesperado, pero no lo estuve por mucho tiempo: la desesperación huyó de mi cuerpo despavorida, fiel a su estilo y mi desnudez se multiplicó. Desnudo y calmo, ayuno de desesperación y borgoña, enfrenté a Miranda y la besé. Ella, obediente del ritual, mordió mis labios, bebió la sangre y comió la carne.
El agua ya hervía en una hermosísima olla de titanio puesta al fuego por Leiber, el hombre eléctrico. Leiber llegó montado en un rayo, hace siglos, y jamás se ha ido de nuestro lado. Sobre la mesa de la sala, un cuchillo recién afilado respiraba inquieto: era la primera vez en su vida que iba a degollar a alguien, y del horno salía un desagradable olor a chuleta carbonizada. Vida de hogar.
Luego de que Miranda escupió mis labios dentro de la olla, echamos puñados de sal y esperamos el paso del tren de las siete. En el tren de las siete llegan viajeros perfectos, mansos e inocentes, ignorantes del destino que les espera y, justamente por eso, felices como almejas. Leiber pasó echando chispas azules y arreando a las lenguas, ebrias, por supuesto, pobrecitas. El tren, en cambio, llegó a horario. Reprimí los deseos de hacer el amor con Miranda en ese mismo momento y me concentré en mi tarea.
—Ese —señaló Miranda.
—No —repliqué—, esa.
—Misógino.
—Perdonavidas.
Negociamos. Un niño rubio y fino estaba bien para los dos. El cuchillo se alzó en el aire; sudaba como un luchador de sumo. Pero no falló.
—Ojos azules, qué bonitos —dijo Miranda.
Me encogí de hombros. No estaba de humor para percibir delicadezas y refinamientos. El robo de mi sueño era una llaga abierta que quemaba y aún no había decidido qué mentira contarles a mis fieles, que ficción urdir y hacerles creer que era un sueño. ¿Se lo tragarían? Si sólo uno de ellos descubriera el engaño todo el sistema se desmoronaría. Se lo dije a Miranda y ella me comprendió, como siempre; no es mi amante desde hace siglos por pura casualidad. Los ojos se unieron a los labios, rojos de sangre y blancos de saliva, y una criatura de piel violeta trepó por el borde de la olla.
—A sus órdenes, amo —dijo.
—De eso, nada —repliqué—. Soy el jefe, pero aquí todo es democrático. Te encargarás de la biblioteca. Intuyo que tendrás mucho ojo para los temas históricos. Estamos tratando de documentarnos sobre un encuentro furtivo entre Ana Comnena, la hija de Alexis, emperador de Bizancio, y el rudo normando Bohemundo. Tiene que haber sucedido en los aposentos del palacio de los Manganos, el 10 de abril de 1097.
El monstruo generado en la olla no se inmutó. —¿Tienen máquina?
—¿Máquina del tiempo?
—Sí, bobo; no iba a ser una máquina Overlock de refilar pantalones.
—No tenemos máquina del tiempo.
—Entonces no será sencillo. —El ser se rascó el párpado con un dedo largo y fino como una pata de araña. Miranda le dio la espalda; le producían un fastidio insuperable los que interponían excusas para no llevar a cabo las tareas encomendadas con la eficacia que se esperaba de ellos.
—No me importa —dije, cortando la objeción con una mano. La objeción, herida, reptó por los rincones y fue a morir a la salida de la cueva del conejo Porcayo. Pero Porcayo estaba de vacaciones en México, visitando a sus familiares, por lo que no salió a rematarla.
—Maestro, amigo, amante —dijo Miranda, regresando de su furia tan sedada como si hubiera comido guiso de capullos—. El tiempo se acaba.
—No se acaba. —Saqué un puñado de tiempo del bolsillo y ganamos dos o tres horas que me iban a servir para resolver el tema de la falta del sueño.
Miranda sonrió. —Siempre tan ocurrente.
—Tengo el sueño —dijo el monstruo de la olla.
—¿Qué sueño? —Si era cierto, la combinación había dado a luz a un genio. Tendría que usar más niños del tren de las siete y combinarlos con otras partes de mi cuerpo. Nada más puro y efectivo que el agua hirviendo. Miranda captó la idea y se relamió: le tiene echado el ojo a una parte de mi cuerpo en especial; pero yo no soy ningún tonto y sé que el día que ella se aficione a esa parte la perderé como amiga y asistente y tendremos que limitarnos a ser amantes.
—El sueño que le robaron los depredadores —dijo el monstruo de la olla. Y me mostró un sueño todo chamuscado, gris y blanco—. ¿Es éste o no?
—¿Cómo puedo saberlo? Me lo robaron antes de despertar. Nunca lo vi. Podrías engañarme con suma facilidad —concluí, receloso.
—Soy incapaz de hacer algo así —dijo el monstruo—. Soy una mezcla impura de elementos puros. ¿Usted no es alquimista acaso?
—Veamos ese sueño —dije sin molestarme en devolverlo a la olla. El monstruo era un confianzudo, pero si de verdad había recuperado mi sueño tendría que recompensarlo. En ese momento, como un ramalazo, me llegó una imagen poderosa, posiblemente una profecía: el monstruo se llevaba a Miranda y juntos, en el lejano este, procreaban una estirpe de seres fungiformes, híbridos y pervertidos como curas católicos. Expulsé la profecía de mi mente y me concentré en el sueño.
Los ladrones no lo habían tocado. Por alguna razón que ignoraba entonces e ignoro ahora, el sueño estaba intacto. Y casi de inmediato supe lo que tenía que saber con certeza absoluta: era mi sueño.
—No fue fácil —dijo el monstruo de la olla—; parece que los ladrones habitan el reverso del muro, ocultos en repliegues y recovecos sombríos, repartidos en agujeros que simulan ser enigmas indescifrables.
—Parecer no es lo mismo que ser —refuté—. Y si poseían el poder y la sabiduría para destruirlo, pero no lo hicieron, significa que una fuerza formidable les ata las manos. Eso es peligroso hasta para mí. —Empecé a temer a esa fuerza invisible y mi sueño se convirtió en algo secundario, sin importancia. Para mí, claro, no para Miranda.
—¡Está intacto! —exclamó la muchacha. Alzó los brazos y los lienzos que la cubrían cayeron al suelo, por lo que quedó totalmente desnuda. En otras circunstancias me habría arrojado sobre ella, pero no lo hice porque comprendí la importancia de ese sueño en particular; no por nada me lo habían robado. Miranda notó que la situación se tornaba precaria, y para remediarla se puso un gabán tan holgado que en él podrían haber vivido dos familias.
—¡No supieron cómo operarlo! —dije, extrañado—. ¿Qué clase de depredadores son estos que sucumben ante un simple sueño? Operar el sueño que se ha obtenido es lo primero que todos quieren y lo primero que todos hacen. ¡Qué no darían mis fieles por extender las zarpas y posarlas sobre uno como éste, pobrecitos!
Leiber apareció desde el otro lado del muro de sombras. Después de todo no había sido tan difícil hallarlo. Siempre había estado a dos pasos de distancia. Todavía titilaban vestigios de luz y de sombra entre sus chispas, como el resabio de una vieja película muda.
—¡Imbécil! Sabías que mi sueño estaba allí y no me dijiste nada.
—¿Leiber habla? —dijo el monstruo.
—¡Por supuesto que no! —repliqué—, pero podría haberme escrito un mensaje electrónico o una simple carta, de las que se mandan por correo.
—¿Adónde habría conseguido estampillas?
Me saqué un zapato y se lo arrojé al monstruo. Él, por supuesto, lo esquivó con facilidad. Más tarde supe que se convirtió en un gran filatelista, el mayor coleccionista de sellos de colonias inglesas después del ingeniero Dellepiane. (Nunca olvidaré los tigres malayos: Perlis, Selangor, Sabah, Sarawak, Johor, Kedah, Negeri Sembilan, Pehang, Perak; ¡qué sellos tan bellos!)
—Maestro, basta de distracciones —dijo Miranda desde algún sitio en las profundidades del gabán—. Está gastando el tiempo que le queda.
—Tengo más. —Pero tras revisar todos los bolsillos de mi cuerpo supe que no había tiempo extra. Y mis fieles ya se habían congregado en la nave central, ansiosos y turbulentos—. No me queda más tiempo —admití.
Lo peor del caso es que hubiera necesitado ese tiempo para revisar mi sueño y por lo tanto no habría más remedio que presentarlo como estaba; confiaría en que no advirtieran el desgaste. Alcé la vista hacia la luz que se filtraba por la ventana y bebí un largo trago de silencio. Satisfecho, me calcé la piel ritual y sentí cómo devoraba hasta el chaleco de casimir inglés de mi traje de tres piezas y se ajustaba a mi cuerpo escamoso. Di dos pesados pasos para alcanzar la puerta que comunicaba mis habitaciones privadas con la gran sala en la que ya estaban reunidos mis fieles, corrí la cortina y los observé: inocentes como ovejas, mansos como jilgueros, impotentes como peces. Entrechoqué las garras con deleite, ante la mirada atónita del monstruo de ojos azules de la olla de titanio. Di otros cuatro pasos y avancé hacia el púlpito. Un murmullo de sumisión inundó el recinto. Abrí las fauces y escupí mi sueño. El veneno que contenía se esparció por el aire y los paralizó. Pensé una vez más en Miranda, en la ferocidad con la que la poseería luego de saciarme, y avancé hacia la manada absorta.
—¡Alabado sea el señor! —fueron sus últimas palabras.
Caminé entre las apretadas filas de cuerpos húmedos y tibios y luego de prolongar el placer de la espera durante varios minutos, elegí a mis víctimas con esmero. Nunca como menos de tres, pero ese día estaba eufórico y seleccioné cinco. Miranda sonrió y Leiber los arrastró hasta la olla sin dificultad. ¡Qué fuerte es, por Dios!
El aprendiz – Héctor Ranea
Cierto
día, el señor Xiu Xhi Xzu se sintió molesto consigo mismo. No es
que la molestia le hubiese venido como viene una enfermedad, con un
síntoma de dolor o malestar intenso, preciso, localizado o como un
accidente que ocurre cuando algo cae desde la azotea de un vecino o
vuela un parasol impulsado por una corriente de aire ascendente en la
playa, más bien le vino de a poco, como una marea de sensaciones
cada vez más molestas o como el silencio que viene en las grandes
ciudades, que nunca tiene final ni comienzo abrupto. Eso es, tuvo una
sensación crepuscular de molestia consigo mismo. ¿Queda claro que
no fue una epifanía? Fue sencillo, de consecuencias enormes para él,
dada su condición, pero simple como la flor de cerezo que ensayaba
dibujar todas las tardes y evitaba hacerlo todos los siguientes días.
Sacó
cuentas y, dada la soledad en la que vivía (o transcurría) cuando
no trabajaba, era factible ir a una de esas instituciones especiales
de entrenamiento para generación de aptitudes. De hecho, en el subte
había visto varias veces avisos sobre una en particular que
anunciaba que podía, por su condición, ser becado o al menos podría
solicitar un crédito de estudio.
Estos
créditos de estudio eran un verdadero dolor de cabeza aunque,
llegado el caso, era mejor que quedarse sin hacer otra cosa que este
trabajo de porquería y de cuatro a la hora. Él quería llegar a
bastante más y, aunque sus probabilidades eran escasas, formar una
familia. Después de todo no tenía que sentirse limitado por nada.
Lo había dicho el Presidente, o al menos él había entendido que
así sería.
Tal
vez desde que escuchó ese discurso, inflamado de palabras tan
severas, emotivas, llenas de orgullo genuino, él comenzó a sentir
ese malestar que lo empujaba a ser más, a tener otras habilidades.
¿Cómo no lo había pensado antes? Sólo eso lo convenció de que
aquel hombre era un Presidente importante. Estaba diciendo algo que
todos debieron decir desde antes, pero no lo habían dicho. Todo eso
pensaba Xiu Xhi Xzu mientras viajaba y por cierto, tenía un viaje
largo.
Su
trabajo ni era cómodo, ni se desarrollaba en un lugar cómodo, a
menos que uno tuviera su propio método de locomoción. Pero de
nuevo, si lo tuviera, seguramente no tendría ese trabajo. De hecho,
todos los que trabajaban ahí viajaban en alguno de los sistemas de
naves, de subtes o, como lo hacía él, en buses gigantescos y
subterráneos, bastante parecidos a trenes.
El
lugar donde trabajaba era inmenso y, paradójico o no, muy
silencioso. Era uno de los orgullos de los constructores de esa
planta; habían llevado a varios ciegos a cien metros de los
edificios periféricos y éstos no notaron ruido alguno. Por
contrapartida, allí nadie hablaba con nadie, nadie reía, nadie
lloraba, nadie se quejaba. Era una inmensa máquina en la que los
obreros mutaban sin chistar toda vez que tomaban su turno.
Algunos
de los que trabajaban ahí cumplían tareas más interesantes que él.
Por eso Xiu Xhi quería progresar. Era cuestión de ahorrar para
comprar algunos elementos importantes y aprender. Él tenía que
aprender. ¿Aprendería? Apenas sabía lo que era aprender. Había
pasado mucho tiempo desde la última vez que aprendió algo y eso fue
destapar cañerías de cloacas. ¿Le darían permiso para aprender?
En cierta forma se lo había ganado, era infaltable. No había
condición en que pudiera faltar. No importaba si llovía, si hacía
un calor de tostadora, si la nieve obturaba hasta los respiraderos de
la fábrica, o si el polvo del tórrido verano atestaba las narinas y
las dejaba sofocadas, él siempre llegaba al trabajo, pero además de
llegar, era puntual. Puntualísimo. Un reloj atómico hubiera sido
impreciso. Sabía cuándo tenía que salir para llegar a tiempo en
cada condición climática. Por eso, el día antes planeaba su viaje
cuidadosamente, para no fallar, no llegar tarde, no tener
inconvenientes con accidentes de ningún tipo.
Dormía
poco pero bien. Tenía carga todo el día gracias a esas pocas horas
de descanso y, con el trabajo que tenía por delante, a veces
terminaba exhausto. Pero el viaje de regreso y el descanso
subsiguiente, con una buena alimentación, hacían milagros para el
día después. Además, desde la eliminación de los domingos y los
descansos, él trabajaba aún mejor que antes. Le tocaba limpiar a
fondo los noventa baños de los treinta pisos del sector C de la
séptima torre de la compañía, en dos semanas terminaba el ciclo y
cuando los recomenzaba se notaba que el personal de mantenimiento
había realizado una tarea aproximativa, de mero lavado de cara. Él
tenía que dejar impecables los aparatos, el piso, las bocas de aire
y, sobre todo, los mingitorios, que eran los que la compañía
valoraba más como focos de posibles infecciones. Sólo un
especialista como Xiu Xhi podía dejar estos artefactos con el nivel
de sanidad imprescindible. Más que eso, era siempre felicitado por
su actividad impecable. De eso sí podría hablar si quisiera, de los
mingitorios. Tenía para horas si lo entrevistaran los de personal.
Horas. Sabía de las formas de orinar como nadie entre los cientos de
empleados de limpieza, de los generentes, los que atendían al
público. Era un experto en la operación de extraer el miembro y
mear contra la loza. Podríamos describir su sapiencia señalando la
Enciclopedia Británica si no fuera porque Google, como dice un
amigo, se la devoró.
Había
comenzado limpiando los vidrios de los ventanales de la torre J desde
el piso 900 al 907. El ciclo completo le llevaba más de tres meses,
pero todos querían trabajar en esas oficinas porque recibían entre
el 1 y el 2 por ciento más de luz durante el día. Algunos
restoranes querían situarse en el 905 pues de noche se veía más
lejos gracias al estado de las ventanas y eso era muy apreciado por
los clientes. Estos elogios no eran comunes, así que Xiu Xhi fue
promovido rápidamente, aunque hacía ya un tiempo que quería
moverse del sector baños pero sus jefes no querían ni hablar porque
no habían formado nadie como él, con tal prolija sensación de
pulcritud y obsesiva pasión por la higiene. Era un as que no querían
entregar al sector de comedores.
Que
sería lo que Xiu, por su parte, esperaba. Porque, pensaba, de
tocarle la limpieza de planchas de asar, ollas, cacerolas, sartenes,
hornos, utensilios podría, tal vez, aprender el oficio de cocinero.
Al menos mirándolos trabajar a ellos. Después vería de obtener los
certificados correspondientes, pero primero habría que saber lo que
marcaría la diferencia. Aparte de eso, saber siempre le había dado
reconfortables elogios. Saber de fisiología de la deposición de
excrementos le había ayudado a limpiar mejor los aparatos, pues
podía buscar suciedad donde nadie se imaginaría, de no ser que
supiera cuáles características debía suponer, conocer o incluso
intuir.
En eso
consistía parte de su éxito. Conocer a las palomas, a la dinámica
de los vientos, al contenido de sílice de los mismos, le había
ayudado con sus puertas y ventanas. Las puertas en la casa de su
primer empleador, las ventanas en la compañía. Ningún otro
limpia-ventanas podía superarlo porque él adivinaba las
inclemencias, sabía dónde buscar suciedad y por ende cómo
limpiarla. Sabía qué hacer cuando nevaba y qué debía ser hecho si
la tormenta era de viento, a pesar de que a las alturas que él
trabajaba las nubes apenas podían rozar al edificio, ya que conocía
qué ionización producían las diferentes nubes y por ende cómo
dañaban a la superficie de cada rincón de la ventana. Porque él
era limpia-ventanas, no un limpia vidrios, como los demás, y por
ello no podía ser alcanzado en su excelencia.
La
perplejidad acosaba a Xiu, sin embargo, pues él sabía que no había
aprendido esas cosas, estaba convencido de que habían sido
transferidas a sus manos, a su cuerpo, a su cabeza, por así decirlo,
en forma diferente al aprendizaje. Por eso tenía tantos problemas
con su nueva intención: si no había aprendido nada desde la
escuela, ¿cómo haría para aprender el oficio que a él tanto le
interesaba? Esa perplejidad no era nueva ni positiva, ya que podría
distraerlo en el momento culminante de hacer brillar una cacerola
como nunca nadie lo había hecho. De modo que, para él, este
trascendental paso era, además, bastante engorroso.
Obviamente,
comentarios como estos se conocían en los corrillos de todas las
torres de la compañía y Xiu no era inmune a los mismos, con lo cual
comenzó a maquinar que no era imposible llegar a la promoción. Pero
los Jefes de personal no querían perder semejante empleado, por lo
que hacían oídos sordos a esos rumores. Los de la cocina deberían
esperar aunque fuera ahí que quería Xiu llegar.
Él
pensaba que entre la limpieza de planchas y cacerolas, el enjuague de
sartenes y coladores de pasta, el fregado de tablas de picar
verduras, que debe diferir de las tablas de descamar pescados o de
filetear pollos y cuya limpieza requería aún más detalle que las
de tallar carne y que entre los diversos utensilios de cocina y las
tablas de picar, de descamar pescados, de aplastar ajos o preparar
curry o platillos de aperitivos, podría aprender algo del arte de
cocinar, que le era completamente desconocido. Pensaba Xiu que eso
respondería a su pregunta de si era o no capaz de aprender algo.
Después vería de certificarlo como correspondía.
Los
certificados eran esos objetos que los jefes no querían que sus
subordinados obtuvieran, sobre todo aquellos como Xiu que era tan
bueno limpiando ventanas. Pero un día la orden llegó. Un jefe
superior quería que Xiu Xhi Xzu fuese quien le limpiaría platos,
cubiertos, copas y jarras, porque había oído de sus dotes de
limpiador de mingitorios, de pulidor de ventanas y quería saber cómo
sabrían los filetes de cerdo asados en las planchas que limpiaba Xiu
o quería saber cómo sabría el vino en las copas lavadas por las
manos de Xiu. Los jefes de la sección de ventanas lloraron en la
despedida de Xiu, que sabía que nunca más regresaría.
La
cocina era la maravilla que Xiu había entrevisto. Todo el tiempo
volando vapores, olores, cuerpos de animales muertos mutilados,
llamaradas aquí y allá, succión de aire, ventilación de hombros,
de hornos que trinaban a cada rato y él junto a otros, en las
bateas, apenas con tiempo para mirar por sobre el hombro (el
izquierdo, para más datos) y tratar de copiar cada movimiento de
cada una de las personas. Los cocineros, las cocineras, bailando una
suerte de danza muy precisa, en la que nada parecía ordenado y, sin
embargo, ningún movimiento era producto del azar. Hasta las
llamaradas de aceite quemado o agua emulsionada parecían ordenadas,
como cabelleras que, aún a merced del viento, estuvieran
meticulosamente peinadas por un autista, pelo por pelo.
Xiu,
extasiado pensaba cuándo sería él miembro de una corte similar.
Una troupe que, en lugar de representar dramas, comedias o kabuki,
representara la cocción de algo impresionante, algo realmente
conmovedor. Cien platos de pato pekinés, cien platos de carrillos de
carnero en salsa tártara, cuadriles de pavo de Malasia en costra de
vegetales horneados, cientos miles de platillos, tapas, comidas,
servicio de agua, de vino, de cervezas, de pan de Francia, de filón
toscazo, de panqueques, de carne empanada vienesa, todas esas cosas
que veía Xiu sin saber su nombre todavía porque él estaba apenas
en el primer escalón de lavadores de platos. Enjabonaba, restregaba,
enjuagaba. Y repetía cientos y cientos de veces los movimientos.
Para
la semana tenía ya tan ensayados todos esos movimientos que no sólo
los repetía en su mente mientras viajaba en el subterráneo desde la
parada Arroyo Muerto hasta Guerreros Verdes, en la otra punta de la
gran megalópolis, sino que también lo ensayaba a veces con los
instrumentos que le daban a lavar. Su celeridad, minuciosidad,
presentación y carácter durante el acto le valieron subir dos
escalones en ese territorio y pasó a tareas de gran responsabilidad,
como la de lavar los sistemas de cocción más directa, desinfectar
los cubiertos y en menos de un mes era el primer lavador oficial, con
responsabilidad sobre la pulcritud de la sala.
Eso
implicaba cuestiones importantes a tener en cuenta mientras lavaba
las cosas más riesgosas, como las hojas de las cortadoras de
verduras, los recovecos de las máquinas de moler carne, los bowls
para levantar la crema y, por si esto fuera poco, el estado de las
copas de vino (que no tuvieran marcas de usuarios anteriores, ni
manchas de sarro u otro tipo de cuestiones estéticas y de higiene
que podrían ser importantes, por ejemplo). Si bien el salario era el
mismo, Xiu lo tomaba con alegría. No tenía elección, claro. Y él
estaba convencido que, con los años, lo sumarían al equipo de
cocineros.
Entre
tanto, él trataba de observar todo y se daba cuenta de que estaba
aprendiendo. De que, en realidad, por alguna circunstancia que nadie
le había aclarado, todo su sistema de aprendizaje estaba funcionando
sin agentes externos. Para él era un descubrimiento placentero que
lo dejaba de buen humor en cuanto lo recordaba, cosa que podía
ocurrir hasta dos veces por día, si se incluía las madrugadas, que
era cuando él repasaba todo lo registrado en la cocina. Estaba
seguro de lograr ser admitido entre quienes danzaban esa suave danza
de las cocciones urgentes.
Xiu
Xhi Xzu tuvo lo que quiso. La oportunidad vino casi caminando, no
necesitó demasiada imaginación. Un furibundo mediodía de agosto,
en medio de uno de los servicios completos, el ayudante del segundo
chef se descompuso. Cayó al piso sin aviso ni atenuantes.
Simplemente se desplomó. Tuvieron que llevarlo a una sala de
emergencias en medio del ajetreo de esa colmena en medio de nieblas
de vapor, de emulsiones de aceite y llamaradas de alcohol quemándose
en sartenes infernales. No podían parar el servicio, de modo que,
sin mediar palabra alguna, el jefe lo tomó a Xiu Xhi del lugar que
ocupaba en las bachas de lavado y le puso sin preguntarle una
chaqueta limpia, le pidió que se lavara las manos con un gesto y,
mientras él lo hacía, le colocó un birrete, acomodándole el pelo
para que entrase en él. Cuando estuvo seguro de tener eso dominado,
le señaló una gran fuente con verduras de hoja a las que,
evidentemente, había que lavar. Xiu Xhi Xzu era consciente del
problema: si tardaba demasiado restrasaría todo el servicio,
practicamente y si lavaba con poco cuidado podría pasársele algún
bicho poco agradable, cosa inadmisible. Pero la observación había
hecho que Xiu conociera la técnica precisa, aunque además la mejoró
usando, justamente, la paciencia y controlando la ansiedad. Entonces
fue pulcro y, a la vez, rápido.
El
accidentado estuvo fuera varios meses porque su salida se debió a
causas graves, de modo que, en ese tiempo, todos tuvieron su
oportunidad, especialmente Xiu Xhi. Su capacidad fue anotada por
todos los jefes y decidieron ponerlo a prueba como ayudante de
cocinero y finalmente, ayudante del segundo de cocina y éste le
permitió preparar un plato muy especial, cosa que Xiu hizo tan bien
que el chef decidiera otorgarle una beca para ser cocinero con toda
la regla. Xiu Xhi Xzu había logrado su objetivo.
Entró
a lo grande. Su debut como cocinero fue apoteótico. Lo aclamaron esa
vez y desde entonces, siempre. No paró hasta ser cocinero del
Presidente, nada menos. Era la primera vez en la historia que un
autómata robótico llegaba a tanto. Agigantado su ego, Xiu Xhi Xzu
se puso a buscar pareja pero grande fue su enojo cuando las
autoridades sanitarias le informaron que no podía pues no estaba
previsto el matrimonio entre androides. Se suicidó sumergiendo la
cabeza en aceite hirviendo. La explosión de sus nanocircuitos fue
leve, como había sido su vida. El Presidente se entristeció mucho
al conocer la determinación de Xiu.
—Nadie
preparaba sushi de tortilla como él—,
dicen que dijo.
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